A continuación, otros dos poemas muy representativos de Baudelaire.
El primero, A una transeúnte, tiene por motivo el encuentro del poeta con una mujer anónima. En una calle bulliciosa, el poeta se cruza con una mujer. Es tan sólo un instante: el suficiente para fijarse en la esbeltez y nobleza de su figura, para captar un gesto, para intercambiar una mirada en la que se adivina el deseo . Instante vivificador, momento de luz en el que se intuye la belleza , transitoria, inaprensible; tras él, la conciencia de lo que pudo haber sido.
El segundo, Una carroña, en contraste con el primero, relaciona a la mujer amada con unos despojos en descomposición. Es la desmitificación de lo que hasta Baudelaire habían ido cantando los poetas a sus damas.
A una transeunte
La calle atronadora aullaba en torno a mío.
alta, esbelta, enlutada, con un dolor de reina
una dama pasó, que con gesto fastuoso
recogía, oscilantes, las vueltas de sus velos;
agilísima y noble, con dos piernas marmóreas.
de súbito bebí, con crispación de loco,
y en su mirada lívida, centro de mil tornados,
el placer que aniquila, la miel paralizante.
Un relámpago. Noche. Fugitiva belleza
cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer.
¿Salvo en la eternidad, no he de verte jamás?
¡En todo caso lejos, ya tarde, tal vez nunca!
Que no sé a dónde huiste, ni sospechas mi ruta,
¡Tú a quién hubiese amado. Oh tú, que lo supiste!
Una carroña
Recuerda aquel objeto que vimos, alma mía,
en la templada mañana estival:
al doblar el sendero, una carroña infame
sobre un lecho sembrado de piedras.
Las patas en alto, como una hembra lúbrica,
destilando un ardiente veneno,
se abría de forma indolente y cínica
su vientre repleto de miasmas.
Abrasaba el sol brillaba sobre aquella podredumbre,
como para acabar de cocerla,
y devolver ciento a la Naturaleza
de aquello que uniera una vez;
y miraba el cielo al regio esqueleto
expandirse como una flor.
Hedía tan fuerte, que sobre la hierba
creíste caer desmayada.
Danzaban las moscas sobre este vientre pútrido
de donde a millares surgían
larvas que avanzaban, cual líquido espeso
por esos vivientes despojos.
Todo aquello bajaba, subía como una ola,
o se desgajaba crujiendo;
diríase que el cuerpo, de un soplo animado,
se multiplicase y estuviera vivo.
Producía ese mundo una música extraña
como el viento y el agua al pasar,
o el grano que rítmicamente se agita
y gira encerrado en la criba.
Se esfumaba todo y solo era un sueño,
un esbozo renuente a surgir,
sobre el lienzo olvidado, acaba el artista
por fin a través del recuerdo.
Detrás de las rocas, una perra inquieta
nos miraba con ojos airados,
espiando el instante de ir al esqueleto
y hozar en su carne.
Y, sin embargo, igual serás que esta basura,
que esta infección horrible,
estrella de mis ojos, claro sol de mi vida,
tú, mi pasión, ¡mi Ángel!
¡Sí! tú serás así, oh reina de las gracias,
tras el último viático,
cuando, bajo la tierra y la vegetación,
enraícen tus huesos.
¡Entonces, ¡oh mi bella!, diles a los gusanos
que a besos te devorarán,
que yo guardé la forma y la divina esencia
De mis descompuestos amores!
El segundo, Una carroña, en contraste con el primero, relaciona a la mujer amada con unos despojos en descomposición. Es la desmitificación de lo que hasta Baudelaire habían ido cantando los poetas a sus damas.
A una transeunte
La calle atronadora aullaba en torno a mío.
alta, esbelta, enlutada, con un dolor de reina
una dama pasó, que con gesto fastuoso
recogía, oscilantes, las vueltas de sus velos;
agilísima y noble, con dos piernas marmóreas.
de súbito bebí, con crispación de loco,
y en su mirada lívida, centro de mil tornados,
el placer que aniquila, la miel paralizante.
Un relámpago. Noche. Fugitiva belleza
cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer.
¿Salvo en la eternidad, no he de verte jamás?
¡En todo caso lejos, ya tarde, tal vez nunca!
Que no sé a dónde huiste, ni sospechas mi ruta,
¡Tú a quién hubiese amado. Oh tú, que lo supiste!
Una carroña
Recuerda aquel objeto que vimos, alma mía,
en la templada mañana estival:
al doblar el sendero, una carroña infame
sobre un lecho sembrado de piedras.
Las patas en alto, como una hembra lúbrica,
destilando un ardiente veneno,
se abría de forma indolente y cínica
su vientre repleto de miasmas.
Abrasaba el sol brillaba sobre aquella podredumbre,
como para acabar de cocerla,
y devolver ciento a la Naturaleza
de aquello que uniera una vez;
y miraba el cielo al regio esqueleto
expandirse como una flor.
Hedía tan fuerte, que sobre la hierba
creíste caer desmayada.
Danzaban las moscas sobre este vientre pútrido
de donde a millares surgían
larvas que avanzaban, cual líquido espeso
por esos vivientes despojos.
Todo aquello bajaba, subía como una ola,
o se desgajaba crujiendo;
diríase que el cuerpo, de un soplo animado,
se multiplicase y estuviera vivo.
Producía ese mundo una música extraña
como el viento y el agua al pasar,
o el grano que rítmicamente se agita
y gira encerrado en la criba.
Se esfumaba todo y solo era un sueño,
un esbozo renuente a surgir,
sobre el lienzo olvidado, acaba el artista
por fin a través del recuerdo.
Detrás de las rocas, una perra inquieta
nos miraba con ojos airados,
espiando el instante de ir al esqueleto
y hozar en su carne.
Y, sin embargo, igual serás que esta basura,
que esta infección horrible,
estrella de mis ojos, claro sol de mi vida,
tú, mi pasión, ¡mi Ángel!
¡Sí! tú serás así, oh reina de las gracias,
tras el último viático,
cuando, bajo la tierra y la vegetación,
enraícen tus huesos.
¡Entonces, ¡oh mi bella!, diles a los gusanos
que a besos te devorarán,
que yo guardé la forma y la divina esencia
De mis descompuestos amores!
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