domingo, 8 de enero de 2012

El Decamerón: prólogo y jornadas


En el Proemio, el autor expone los motivos que le llevan  a escribir este libro y señala, además, a quién se dirige especialmente, su lector modelo: las mujeres enamoradas.
En el prólogo Boccaccio describe en páginas impresionantes la peste en Florencia y narra la ocasión del encuentro de los diez jóvenes en una iglesia.
La reina de la primera jornada es Pampinea, joven hermosa y sensata, feliz en amores. En este primer día hay libertad en el tema de los cuentos, y éstos son de carácter tradicional (alguno: de ellos de origen árabe) o anecdótico. Destaca el de Ciappelletto, trágico y turbador, en el que el protagonista muere engañando a todo el mundo con una confesión edificante que le gana fama de santo, terrible burla solitaria.
Filomena es la reina de la segunda jornada, en la cual se narran historias de personajes que, a pesar de un destino adverso, consiguen realizar sus deseos. Son cuentos de peripecias extraordinarias, de largos viajes como el de Alatiel, hija del soldán de Babilonia, de navegaciones y corsarios; es notable por su macabro humorismo el de Andreuccio de Perugia.
Neifile, ingenuamente lasciva, es la reina de la tercera jornada, en la que se desarrollan cuentos sobre personas que logran una cosa largamente deseada o recuperan lo perdido, lo que hace que los narradores procuren emularse y su­perarse en el relato de historias escabrosas en las que el ingenio, el engaño y la mentira se ponen al servicio de la lujuria, como el jardinero Masseto, que fingiéndose mudo hace romper el voto de castidad a todas las monjas de un convento; o el palafrenero que logra sustituir a su rey frente a la reina; el del clérigo que envía a una lejana penitencia al marido de la mujer que le gusta; el del abad que hace creer a un villano que ha muerto y que pena en el purgatorio; el de la joven y hermosa sarracena, Alibech, y el ermitaño de la Tebaida, etc.
La cuarta jornada, en la que es rey Filóstrato, amante desesperado, se inicia con una autodefensa de Boccaccio. Seguramente, que el Decamerón  fue apareciendo en distintas partes, por eso al llevar a esta jornada ya Boccaccio tiene duras críticas y se tiene que defender. Las anteriores novelas han sido tildadas de indecentes, de no corresponder a la realidad de los hechos y de que el autor se preocupa demasiado por complacer a las mujeres con vanidades y relatos frívolos. Boccaccio se zafa graciosamente de tales acusaciones, conminando a sus detractores a que muestren «los originales» de sus historias y recordando que grandes poetas como Guido Cavalcanti o Dante, también escribieron versos para complacer a las mujeres. De aquéllos cuyos amores tuvieron fin desdichado trata esta jornada, en la cual los cuentos son anécdotas vivificadas con nombres históricos, como la hija de Tancredo de Salerno, el trovador catalán Guilhem de Cabestany (de quien se narra la leyenda del corazón comido), pero no faltan las situaciones novelescas y livianas, como en el famoso e irreverente cuento del arcángel San Gabriel y el de la mujer del cirujano y el presunto cadáver de su amante.
Fiammetta, la perfecta enamorada, es la reina de la jornada quinta, que trata de casos de amor acabados felizmente, por lo general de trama complicada.
La sexta jornada de la que es reina Elisa, doncella que ama sin ser correspondida, versa sobre agudezas o frases ingeniosas que han salvado de peligros: anécdotas breves y tajantes, algunas de tema tradicional y otras tomadas de personajes famosos, como Guido Cavalcanti y el pintor Giotto. La jornada se cierra con la divertida historia de fraile Cipolla (cebolla), sátira de los sermones grotescos y de la credulidad del pueblo.
La séptima, de la que es rey el despreocupado y gracioso Dioneo, versa sobre las burlas que las mujeres han hecho a sus maridos, y es un conjunto de trampas y argucias femeni­nas, de las que son víctimas maridos crédulos y estúpidos y que acaban con la escandalosa victoria de la sensualidad.
Lauretta es la reina de la jornada octava, cuyo tema son las burlas que a diario hace la mujer al hombre, o el hombre a la mujer o el hombre a otro hombre; son cuentos basados en astucias bien calculadas y en los más hábiles engaños de que los listos hacen víctimas a los tontos y en que la inteli­gencia humana triunfa sobre la candidez, de la cual es representante Calandrino, personaje de varios cuentos del Decamerón.
La presuntuosa Emilia es la reina de la jornada novena, en la cual, como en la primera, la elección de los temas de los cuentos es libre. Campea en ella la obscenidad, que llega a su mayor extremo en el cuento de Gianni di Barolo, y la burla anticlerical, en el de la abadesa; el ingenuo Calandrino, convencido por sus bribones amigos de que está a punto de dar a luz, da motivo a uno de los cuentos más divertidos del Decamerón.
La última jornada la que es rey el noble y reposado Pánfilo, propone temas serios y graves. Historias ejemplares, alusivas a señores y reyes históricos (Alfonso de España, Pedro de Aragón, etc.), a las cruzadas y a la antigüedad, se exponen gravemente para cerrar­le el gran conjunto narrativo con la inverosímil historia de la paciente Griselda, ejemplo de fe conyugal, victoriosa en las más duras pruebas, único relato del Decamerón que gustó a Petrarca, el cual, en homenaje a su gran amigo Boccaccio, lo tradujo en una elegantísima prosa latina.


A continuación tenéis el inicio del libro y de la primera jornada (con algunos "cortes") Podéis acceder al texto completo en el siguiente enlace:  
http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/literatura/decameron/indice.html



PROEMIO
Comienza el libro llamado Decamerón, apellidado príncipe Galeoto, en el que se contienen cien cuentos contados en diez días por siete mujeres y por tres hombres jóvenes./.../
Por consiguiente, para que al menos por mi parte se enmiende el pecado de la fortuna que, donde menos obligado era, tal como vemos en las delicadas mujeres, fue más avara de ayuda, en socorro y refugio de las que aman (porque a las otras les es bastante la aguja, el huso y la devanadera) entiendo contar cien cuentos, o fábulas o parábolas o historias, como las queramos llamar, narradas en diez días, como manifiestamente aparecerá, por una honrada compañía de siete mujeres y tres jóvenes, en los pestilentes tiempos de la pasada mortandad, y algunas canciones cantadas a su gusto por las dichas señoras.
En los cuentos se verán casos de amor placenteros y ásperos, así como otros azarosos acontecimientos sucedidos tanto en los modernos tiempos como en los antiguos; de los cuales, las ya dichas mujeres que los lean, a la par podrán tomar en las cosas deleitosas mostradas solaz y útil consejo, por lo que podrán conocer qué ha de ser huido e igualmente qué ha de ser seguido: cosas que sin que se les pase el dolor no creo que puedan suceder. Y si ello sucede, que quiera Dios que así sea, den gracias a Amor que, librándome de sus ligaduras, me ha concedido poder atender a sus placeres.

PRIMERA JORNADA
Comienza la primera jornada del Decamerón, en que, luego de la explicación dada por el autor sobre la razón por que acaeció que se reuniesen las personas que se muestran razonando entre sí, se razona bajo el gobierno de Pampínea sobre lo que más agrada a cada uno.
Cuando más, graciosísimas damas, pienso cuán piadosas sois por naturaleza, tanto más conozco que la presente obra tendrá a vuestro juicio un principio penoso y triste, tal como es el doloroso recuerdo de aquella pestífera mortandad pasada /…/  Pero no quiero que por ello os asuste seguir leyendo como si entre suspiros y lágrimas debieseis pasar la lectura. Este horroroso comienzo os sea no otra cosa que a los caminantes una montaña áspera y empinada después de la cual se halla escondida una llanura hermosísima y deleitosa que les es más placentera cuanto mayor ha sido la dureza de la subida y la bajada. Y así como el final de la alegría suele ser el dolor, las miserias se terminan con el gozo que las sigue. A este breve disgusto (y digo breve porque se contiene en pocas palabras) seguirá prontamente la dulzura y el placer que os he prometido /…/
Digo, pues, que ya habían los años de la fructífera Encarnación del Hijo de Dios llegado al número de mil trescientos cuarenta y ocho cuando a la egregia ciudad de Florencia, nobilísima entre todas las otras ciudades de Italia, llegó la mortífera peste que, o por obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones inicuas, fue enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios para nuestra corrección /…/ Y no valiendo contra ella ningún saber ni providencia humana (como la limpieza de la ciudad de muchas inmundicias ordenada por los encargados de ello y la prohibición de entrar en ella a todos los enfermos y los muchos consejos dados para conservar la salubridad) ni valiendo tampoco las humildes súplicas dirigidas a Dios por las personas devotas no una vez sino muchas ordenadas en procesiones o de otras maneras, casi al principio de la primavera del año antes dicho empezó horriblemente y en asombrosa manera a mostrar sus dolorosos efectos./…/  en su comienzo nacían a los varones y a las hembras semejantemente en las ingles o bajo las axilas, ciertas hinchazones que algunas crecían hasta el tamaño de una manzana y otras de un huevo, y algunas más y algunas menos, que eran llamadas bubas por el pueblo.
Y de las dos dichas partes del cuerpo, en poco espacio de tiempo empezó la pestífera buba a extenderse a cualquiera de sus partes indiferentemente, e inmediatamente comenzó la calidad de la dicha enfermedad a cambiarse en manchas negras o lívidas que aparecían a muchos en los brazos y por los muslos y en cualquier parte del cuerpo, a unos grandes y raras y a otros menudas y abundantes.
Y así como la buba había sido y seguía siendo indicio certísimo de muerte futura, lo mismo eran éstas a quienes les sobrevenían. Y para curar tal enfermedad no parecía que valiese ni aprovechase consejo de médico o virtud de medicina alguna; /…/  que casi todos antes del tercer día de la aparición de las señales antes dichas, quién antes, quién después, y la mayoría sin alguna fiebre u otro accidente, morían. Y esta pestilencia tuvo mayor fuerza porque de los que estaban enfermos de ella se abalanzaban sobre los sanos /…/
Y más allá llegó el mal; que no solamente el hablar y el tratar con los enfermos daba a los sanos enfermedad o motivo de muerte común, sino también el tocar los paños o cualquier otra cosa que hubiera sido tocada o usada por aquellos enfermos, que parecía llevar consigo aquella tal enfermedad hasta el que tocaba/…/
De tales cosas, y de bastantes más semejantes a éstas y mayores, nacieron miedos diversos e imaginaciones en los que quedaban vivos, y casi todos se inclinaban a un remedio muy cruel como era esquivar y huir a los enfermos y a sus cosas/…/
A la gran multitud de muertos mostrada que a todas las iglesias, todos los días y casi todas las horas, era conducida, no bastando la tierra sagrada a las sepulturas (y máxime queriendo dar a cada uno un lugar propio según la antigua costumbre), se hacían por los cementerios de las iglesias, después que todas las partes estaban llenas, fosas grandísimas en las que se ponían a centenares los que llegaban, y en aquellas estibas, como se ponen las mercancías en las naves en capas apretadas, con poca tierra se recubrían hasta que se llegaba al ras de suelo.
Y por no ir buscando por la ciudad todos los detalles de nuestras pasadas miserias en ella sucedidas, digo que con un tiempo tan enemigo que corrió ésta, no por ello se ahorró algo al campo circundante; en el cual, dejando los burgos, que eran semejantes, en su pequeñez, a la ciudad, por las aldeas esparcidas por él y los campos, los labradores míseros y pobres y sus familias, sin trabajo de médico ni ayuda de servidores, por las calles y por los collados y por las casas, de día o de noche indiferentemente, no como hombres sino como bestias morían.
¿Qué más puede decirse, dejando el campo y volviendo a la ciudad, sino que tanta y tal fue la crueldad del cielo, y tal vez en parte la de los hombres, que entre la fuerza de la pestífera enfermedad y por ser muchos enfermos mal servidos o abandonados en su necesidad por el miedo que tenían los sanos, a más de cien mil criaturas humanas, entre marzo y el julio siguiente, se tiene por cierto que dentro de los muros de Florencia les fue arrebatada la vida, que tal vez antes del accidente mortífero no se habría estimado haber dentro tantas? ¡Oh cuántos grandes palacios, cuántas bellas casas, cuántas nobles moradas llenas por dentro de gente, de señores y de damas, quedaron vacías hasta del menor infante! ¡Oh cuántos memorables linajes, cuántas amplísimas herencias, cuántas famosas riquezas se vieron quedar sin sucesor legítimo! ¡Cuántos valerosos hombres, cuántas hermosas mujeres, cuántos jóvenes gallardos a quienes no otros que Galeno, Hipócrates o Esculapio hubiesen juzgado sanísimos, desayunaron con sus parientes, compañeros y amigos, y llegada la tarde cenaron.con sus antepasados en el otro mundo!
A mí mismo me disgusta andar revolviéndome tanto entre tantas miserias; por lo que, queriendo dejar aquella parte de las que convenientemente puedo evitar, digo que, estando en estos términos nuestra ciudad de habitantes casi vacía, sucedió, así como yo después oí a una persona digna de fe, que en la venerable iglesia de Santa María la Nueva, un martes de mañana, no habiendo casi ninguna otra persona, oídos los divinos oficios en hábitos de duelo, como pedían semejantes tiempos, se encontraron siete mujeres jóvenes, todas entre sí unidas o por amistad o por vecindad o por parentesco, de las cuales ninguna había pasado el vigésimo año ni era menor de dieciocho, discretas todas y de sangre noble y hermosas de figura y adornadas con ropas y honestidad gallarda. Sus nombres diría yo debidamente si una justa razón no me impidiese hacerlo, que es que no quiero que por las cosas contadas de ellas que se siguen, y por lo escuchado, ninguna pueda avergonzarse en el tiempo por venir, estando hoy un tanto restringidas las leyes del placer que entonces, por las razones antes dichas, eran no ya para su edad sino para otra mucho más madura amplísimas; ni tampoco dar materia a los envidiosos (prestos a mancillar toda vida loable), de disminuir en ningún modo la honestidad de las valerosas mujeres en conversaciones desconsideradas.
Pero, sin embargo, para que aquello que cada una dijese se pueda comprender pronto sin confusión, con nombres convenientes a la calidad de cada una, o en todo o en parte, entiendo llamarlas; de las cuales a la primera, y la que era de más edad, llamaremos Pampínea y a la segunda Fiameta, Filomena a la tercera y a la cuarta Emilia, y después Laureta diremos a la quinta, y a la sexta Neifile, y a la última, no sin razón, llamaremos Elisa. Las cuales, no ya movidas por algún propósito sino por el acaso, se reunieron en una de las partes de la iglesia como dispuestas a sentarse en corro, y luego de muchos suspiros, dejando de rezar padrenuestros, comenzaron a discurrir sobre la condición de los tiempos muchas y variadas cosas; y luego de algún espacio, callando las demás, así empezó a hablar Pampínea:
  Vosotras podéis, queridas señoras, tanto como yo haber oído muchas veces que a nadie ofende quien honestamente hace uso de su derecho. Natural derecho es de todos los que nacen ayudar a conservar y defender su propia vida tanto cuanto pueden, y concededme esto, puesto que alguna vez ya ha sucedido que, por conservarla, se hayan matado hombres sin ninguna culpa. Y si esto conceden las leyes, a cuya solicitud está el buen vivir de todos los mortales, ¡cuán mayormente es honesto que, sin ofender a nadie, nosotras y cualquier otro, tomemos los remedios que podamos para la conservación de nuestra vida! /.../
Estamos viviendo aquí, a mi parecer, no de otro modo que si quisiésemos y debiésemos ser testigos de cuantos cuerpos muertos se llevan a la sepultura, /.../
Y no otra cosa oímos sino los tales son muertos, y los otros tales están muriéndose; y si hubiera quien pudiese hacerlo, por todas partes oiríamos dolorosos llantos. Y si a nuestras casas volvemos, no sé si a vosotras como a mí os sucede: yo, de mucha familia, no encontrando otra persona en ella que a mi criada, empavorezco y siento que se me erizan los cabellos, y me parece, dondequiera que voy o me quedo, ver la sombra de los que han fallecido, y no con aquellos rostros que solían sino con un aspecto horrible, no sé en dónde extrañamente adquirido, espantarme. Por todo lo cual, aquí y fuera de aquí, y en casa, me siento mal, y tanto más ahora cuando me parece que no hay persona que aún tenga pulso y lugar donde ir, como tenemos nosotras, que se haya quedado aquí salvo nosotras./.../
Estamos equivocadas, nos engañamos, qué brutalidad es la nuestra si lo creemos así, cuantas veces queramos recordar cuántos y cuáles han sido los jóvenes y las mujeres vencidos por esta cruel pestilencia, tendremos una demostración clarísima. Y por ello, a fin de que por repugnancia o presunción no caigamos en aquello de lo que por ventura, queriéndolo, podremos escapar de algún modo, no sé si os parecerá a vosotras lo que a mí me parece: yo juzgaría óptimamente que, tal como estamos, y así como muchos han hecho antes que nosotras y hacen, saliésemos de esta tierra, y huyendo como de la muerte los deshonestos ejemplos ajenos, honestamente fuésemos a estar en nuestras villas campestres (en que todas abundamos) y allí aquella fiesta, aquella alegría y aquel placer que pudiésemos sin traspasar en ningún punto el límite de lo razonable, lo tomásemos. Allí se oye cantar los pajarillos, se ve verdear los collados y las llanuras, y a los campos llenos de mieses ondear no de otro modo que el mar y muchas clases de árboles, y el cielo más abiertamente; el cual, por muy enojado que esté, no por ello nos niega sus bellezas eternas, que mucho más bellas son de admirar que los muros vacíos de nuestra ciudad.
Y es allí, a más de esto, el aire asaz más fresco, y de las cosas que son necesarias a la vida en estos tiempos hay allí más abundancia, y es menor el número de las enojosas; porque allí, aunque también mueran los labradores como aquí los ciudadanos, el disgusto es tanto menor cuanto más raras son las casas y los habitantes que en la ciudad. Y aquí, por otra parte, si veo bien, no abandonamos a nadie, antes podemos con verdad decir que fuimos abandonadas: porque los nuestros, o muriendo o huyendo de la muerte, como si no fuésemos suyas, nos han dejado en tanta aflicción.
Ningún reproche puede hacerse, por consiguiente, a seguir tal consejo, mientras que el dolor y el disgusto, y tal vez la muerte, podrían acaecernos si no lo seguimos. Y por ello, si os parece, tomando nuestras criadas y haciéndonos seguir de las cosas oportunas, hoy en este sitio y mañana en aquél, la alegría y la fiesta que en estos tiempos se pueda creo que estará bien que gocemos; y que permanezcamos de esta guisa hasta que veamos (si primero la muerte no nos alcanza) qué fin reserva el cielo a estas cosas. Y recordad que no desdice de nosotras irnos honestamente cuando gran parte de los otros deshonestamente se quedan.
Habiendo escuchado a Pampínea las otras mujeres, no solamente alabaron su razonamiento sino que, deseosas de seguirlo, habían ya entre sí empezado a considerar el modo de llevarlo a cabo, como si al levantarse de donde estaban sentadas inmediatamente debieran ponerse en camino. Pero Filomena, que era discretísima, dijo:
Señoras, por muy óptimamente dicho que haya estado el razonamiento de Pampínea, no por ello es cosa de correr a hacerlo así como parece que queréis. Os recuerdo que somos todas mujeres y no hay ninguna tan moza que no pueda conocer bien cómo se saben gobernar las mujeres juntas y sin la providencia de algún hombre. Somos volubles, alborotadoras, suspicaces, pusilánimes y miedosas, cosas por las que mucho dudo que, si no tomamos otra guía más que la nuestra, no se disuelva esta compañía mucho antes y con menos honor para nosotras de lo que sería menester; y por ello bueno es tomar providencias antes de empezar.
Dijo entonces Elisa:
En verdad los hombres son cabeza de la mujer y sin su dirección raras veces llega alguna de nuestras obras a un fin loable; pero ¿cómo podemos encontrar esos hombres? Todas sabemos que de los nuestros están la mayoría muertos, y los otros que viven se han quedado uno aquí otro allá en distinta compañía, sin que sepamos dónde, huyéndole a aquello de que nosotras queremos huir, y el admitir a extraños no sería conveniente; por lo que, si queremos correr tras la salud, nos conviene encontrar el modo de organizarnos de tal manera que de aquello en lo que queremos encontrar deleite y reposo no se siga disgusto y escándalo.
Mientras entre las mujeres andaban estos razonamientos, he aquí que entran en la iglesia tres jóvenes, que no lo eran tanto que no fuese de menos de veinticinco años la edad del más joven: ni la calidad y perversidad de los tiempos, ni la pérdida de amigos y de parientes, ni el temor por sí mismos había podido no sólo extinguir el amor en ellos sino ni aun enfriarlos. De los cuales uno era llamado Pánfilo y Filostrato el segundo y el último Dioneo, todos afables y corteses; andaban buscando, como su mayor consuelo en tanta perturbación de las cosas, ver a sus damas, las cuales estaban las tres por ventura entre las ya dichas siete, y de las demás eran parientes de alguno de ellos. Pero primero llegaron ellos a los ojos de éstas que éstas fueron vistas por ellos; por lo que Pampínea, entonces, sonriéndose comenzó:
- He aquí que la fortuna es favorable a nuestros comienzos y nos ha puesto delante a estos jóvenes discretos y valerosos que nos harán con gusto de guías y servidores si no dejamos de tomarles para este oficio./.../
Las demás, oyendo a éstas hablar así, no solamente se callaron sino que con sentimiento concorde dijeron todas que fuesen llamados y se les dijese su intención; y se les rogase que quisieran tenerlas compañía en el dicho viaje. Por lo que, sin más palabras, poniéndose en pie Pampínea, que por consanguinidad era pariente de uno de ellos, se dirigió hacia ellos, que estaban parados mirándolas y, saludándolos con alegre gesto, les hizo manifiesta su intención y les rogó en nombre de todas que con puro y fraternal ánimo se quisiesen disponer a tenerlas por compañía. Los jóvenes creyeron primero que se burlaba, pero después que vieron que la dama hablaba en serio declararon alegremente que estaban prontos, y sin poner dilación al asunto, a fin de que partiesen, dieron órdenes de lo que había que hacer para disponer la partida. Y ordenadamente haciendo aparejar todas las cosas oportunas y mandadas ya a donde ellos querían ir, la mañana siguiente, esto es, el miércoles, al clarear el día, las mujeres con algunas de sus criadas y los tres jóvenes con tres de sus sirvientes, saliendo de la ciudad, se pusieron en camino, y no más de dos pequeñas millas se habían alejado de ella cuando llegaron al lugar primeramente decidido.
Estaba tal lugar sobre una pequeña montaña, por todas partes alejado algo de nuestros caminos, con diversos arbustos y plantas todas pobladas de verdes frondas agradables de mirar; en su cima había una villa con un grande y hermoso patio en medio, y con galerías y con salas y con alcobas todas ellas bellísimas y adornadas con alegres pinturas dignas de ser miradas, con pradecillos en torno y con jardines maravillosos y con pozos de agua fresquísima y con bodegas llenas de preciosos vinos; cosas más apropiadas para los bebedores consumados que para las sobrias y honradas mujeres. La cual, bien barrida y con las alcobas y las camas hechas, y llena de cuantas flores se podían tener en la estación, y alfombrada con esparcidas ramas de juncos, halló la compañía que llegaba, con no poco placer por su parte. Y al reunirse por primera vez, dijo Dioneo, que más que ningún otro joven era agradable y lleno de agudeza:
Señoras, vuestra discreción más que nuestra previsión nos ha guiado aquí; yo no sé qué es lo que intentáis hacer de vuestros pensamientos; los míos los dejé yo dentro de las puertas de la ciudad cuando con vosotras hace poco me salí de ella, y por ello o vosotras os disponéis a solazaros y a reír y a cantar conmigo (tanto, digo, como conviene a vuestra dignidad) o me dais licencia para que por mis pensamientos retorne y me quede en aquella ciudad atribulada.
A lo que Pampínea, no de otro modo que si semejantemente hubiese arrojado de sí todos los suyos, contestó alegre:
Dioneo, óptimamente hablas; hemos de vivir festivamente pues no otra cosa que las tristezas nos han hecho huir. Pero como las cosas que no tienen orden no pueden durar largamente, yo que fui la iniciadora de los rozamientos por los que se ha formado esta buena compañía, pensando en la continuación de nuestra alegría, estimo que es de necesidad elegir entre nosotros a alguno como más principal a quien honremos y obedezcamos como a mayor, todos cuyos pensamientos se dirijan por el cuidado de hacemos vivir alegremente. Y para que todos prueben el peso de las preocupaciones junto con el placer de la autoridad, y por consiguiente, llevado de una parte a la otra, no pueda quien no lo prueba sentir envidia alguna, digo que a cada uno por un día se atribuya el peso y con él el honor, y quien sea el primero de nosotros se deba a la elección de todos; los que le sucedan, al acercarse la hora del crepúsculo, sean aquel o aquella que plazca a quien aquel día haya tenido tal señorío, y este tal, según su arbitrio, durante el tiempo de su señorío, del lugar y el modo en el que hayamos de vivir, ordene y disponga.
Estas palabras agradaron grandemente y a una voz la eligieron por reina del primer día, y Filomena, corriendo prestamente hacia un laurel, porque muchas veces había oído hablar de cuán grande honor sus frondas eran dignas y cuán digno honor hacían a quien era con ellas meritoriamente coronado, cogiendo algunas ramas, hizo una guirnalda honrosa y bien arreglada que, poniéndosela en la cabeza, fue, mientras duró aquella compañía, manifiesto signo a todos los demás del real señorío y preeminencia.
Pampínea, hecha reina, mandó que todos callasen, habiendo hecho ya llamar allí a los servidores de los tres jóvenes y a sus criadas; y callando todos, dijo:
Para dar primero ejemplo a todos vosotros para que, procediendo de bien en mejor, nuestra compañía con orden y con placer y sin ningún deshonor viva y dure cuanto lo deseemos, nombro primeramente a Pármeno, criado de Dioneo, mi senescal, y a él encomiendo el cuidado y la solicitud por toda nuestra familia y lo que pertenece al servicio de la sala. Sirisco, criado de Pánfilo, quiero que sea administrador y tesorero y que siga las órdenes de Pármeno. Tíndaro, al servicio de Filostrato y de los otros dos, que se ocupe de sus alcobas cuando los otros, ocupados en sus oficios, no puedan ocuparse. Misia, mi criada, y Licisca, de Filomena, estarán continuamente en la cocina y aparejarán diligentemente las viandas que por Pármeno le sean ordenadas. Quimera, de Laureta, y Estratilia, de Fiameta, queremos que estén pendientes del gobierno de las alcobas de las damas y de la limpieza de los lugares donde estemos. Y a todos en general, por cuanto estimen nuestra gracia, queremos y les ordenamos que se guarden, dondequiera que vayan, de dondequiera que vuelvan, cualquier cosa que sea lo que oigan o vean, de traer de fuera ninguna noticia que no sea alegre.
Y dadas sumariamente estas órdenes, que fueron de todos encomiadas, enderezándose, alegres en pie, dijo:
Aquí hay jardines, aquí hay prados, aquí hay otros lugares muy deleitosos, por los cuales vaya cada uno a su gusto solazándose; y al oír el toque de tercia, todos estén aquí para comer con la fresca.
Despedida, pues, por la reciente reina, la alegre compañía, los jóvenes junto con las bellas mujeres, hablando de cosas agradables, con lento paso, se fueron por un jardín haciéndose bellas guirnaldas de varias frondas y cantando amorosamente. Y luego de haberse demorado así cuanto espacio les había sido concedido por la reina, vueltos a casa, encontraron que Pármeno había dado diligentemente principio a su oficio, por lo que, al entrar en una sala de la planta baja, allí vieron las mesas puestas con manteles blanquísimos y con vasos que parecían de plata, y todas las cosas cubiertas de flores y de ramas de hiniesta; por lo que, dada el agua a las manos, como gustó a la reina, según el juicio de Pármeno, todos fueron a sentarse.
Las viandas delicadamente hechas llegaron y fueron aprestados vinos finísimos, y sin más, en silencio los tres servidores sirvieron las mesas. Alegrados todos por estas cosas, que eran bellas y ordenadas, con placentero ingenio y con fiesta comieron; y levantadas las mesas, como sucedía que todas las damas sabían bailar las danzas de carola, y también los jóvenes, y parte de ellos tocar y cantar óptimamente, mandó la reina que viniesen los instrumentos: y por su mandato, Dioneo tomó un laúd y Fiameta una viola, comenzando a tocar suavemente una danza. Por lo que la reina, con las otras damas, cogiéndose de la mano en corro con los jóvenes, con lento paso, mandados a comer los sirvientes, empezaron una carola; y cuando la terminaron, a cantar canciones amables y alegres.
Y de este modo estuvieron tanto tiempo que a la reina le pareció que debían ir a dormir; por lo que, dando a todos licencia, los tres jóvenes a sus alcobas, separadas de las de las mujeres, se fueron; las cuales con las camas bien hechas y tan llenas de flores como la sala encontraron; y semejantemente las suyas las damas, por lo que, desnudándose se fueron a reposar.
No hacía mucho que había sonado nona cuando la reina, levantándose, hizo levantar a las demás y de igual modo a los jóvenes, afirmando que era nocivo dormir demasiado de día; y así se fueron a un pradecillo en que la hierba era verde y alta y el sol no podía entrar por ninguna parte; y allí, donde se sentía un suave vientecillo, todos se sentaron en corro sobre la verde hierba, así como la reina quiso. Y ella les dijo:
Como veis, el sol está alto y el calor es grande, y nada se oye sino las cigarras arriba en los olivos, por lo que ir ahora a cualquier lugar sería sin duda necedad. Aquí es bueno y fresco estar y hay, como veis, tableros y piezas de ajedrez, y cada uno puede, según lo que a su ánimo le dé más placer, encontrar deleite. Pero si en esto se siguiera mi parecer, no jugando, en lo que el ánimo de una de las partes ha de turbarse sin demasiado placer de la otra o de quien está mirando, sino novelando (con lo que, hablando uno, toda la compañía que le escucha toma deleite) pasaríamos esta caliente parte del día. Cuando terminaseis cada uno de contar una historia, el sol habría declinado y disminuido el calor, y podríamos a donde más gusto nos diera ir a entretenernos; y por ello, si esto que he dicho os place (ya que estoy dispuesta a seguir vuestro gusto), hagámoslo; y si no os pluguiese, haga cada uno lo que más le guste hasta la hora de vísperas.
Las mujeres por igual y todos los hombres alabaron el novelar.
- Entonces -dijo la reina-, si ello os place, por esta primera jornada quiero que cada uno hable de lo que más le guste.
y vuelta a Pánfilo, que se sentaba a su derecha, amablemente le dijo que con una de sus historias diese principio a las demás; y Pánfilo, oído el mandato, prestamente, y siendo escuchado por todos, empezó así:
PRIMERA JORNADA...

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