martes, 10 de enero de 2012

Cuentos de Canterbury: Cuento del bulero

CUENTO DEL BULERO.

Habia en antaño en Flandes una pandilla de jóvenes entregados a toda clase de disipación tales como el juego, orgías, frecuentación de prostíbulos y tabernas, donde día y noche jugaban a los dados y bailaban al son del arpa, laúd y guitarra, comiendo y bebiendo más de lo debido.
De este modo, con los excesos más abominables, dedicaron al diablo los más viles sacrificios en aquel templo del demonio: la taberna. Se os pondría la carne de gallina si escuchaseis los terribles juramentos y blasfemias con los que destrozaban el sagrado cuerpo de Nuestro Señor, como si los judíos no lo hubiesen ya desfigurado bastante.
Se divertían con la perversidad de los demás, y entonces entraban las bonitas bailarinas, los cantores con sus arpas, y mujeres jóvenes vendiendo fruta y caramelos, siendo éstas las auténticas representantes del diablo en atizar y avivar el fuego de la lascivia, que sigue a la gula: las Sagradas Escrituras son testigo de que la lascivia surge del vino y de las borracheras.
Fijaros cómo, sin saberlo, Lot, completamente borracho, se acostó con sus dos hijas, contra naturaleza; tan bebido estaba, que no sabía lo que hacía. Cuando Herodes (como comprobaréis si consultáis las historias) estaba saturado de vino celebrando un banquete en su propia casa, ordenó la muerte del inocente Juan, el Bautista. Y Séneca tiene, indudablemente, mucha razón cuando afirma que no sabe distin­guir entre un borracho y un loco (ahora bien, la locura, cuando ataca a un pecador dura mucho tiempo más que una borrachera). ¡Ah, infame gula, causa primera de nuestra per­dición, origen de nuestra condenación, hasta que Jesucristo nos redimió con su sangre! En pocas palabras, ¡cuán caro hemos pagado este maldito vicio! Todo el mundo está corrompido debido a la gula.
No hay duda: por este vicio nuestro padre Adán y su esposa, Eva, fueron arrojados del Paraíso a sufrir trabajos y penalidades. Según yo lo veo, mientras Adán ayunó, permaneció en el Paraíso, pero a partir del momento en que comió el fruto prohibido, fue arrojado a sufrir miseria y dolor. Tenemos todos los motivos para lamentarnos de la intemperancia. ¡Ah! Si un hombre supiera solamente cuántas enfermedades son consecuencia de la gula y las borracheras, cuánto moderaría su dieta al sentarse a la mesa. ¡Oh! Cuánto hacen trabajar a los hombres el breve placer de tragar y el delicado paladar -en Oriente y Occidente, al Norte y al Sur, por tierra y por mar y en el aire- para que les traigan los manjares y las bebidas más exquisitas a los glotones.
Con qué acierto trata el apóstol este asunto. Así dice San Pablo: «El alimento para el vientre, y éste para los alimentos: Dios los destruirá». Por la salvación de mi alma, qué desagradable resulta pronunciar esta palabra; sin embargo, el acto todavía lo es más; debido a su falta de discernimiento un hombre bebe vino blanco y vino tinto hasta que convierte su garganta en su dios mediante esta maldita debilidad.
También con lágrimas en los ojos dijo el apóstol: «Muchos de los que yo os he dicho caminan -os lo digo llorando y con piadoso lamento- siendo enemigos de la cruz de Cristo. Su fin es la muerte y su dios es el vientre».
¡Panza! ¡Vientre! Bolsa hedionda llena de excremento y corrupción que produce ruidos inmundos por ambos extremos. ¡Qué terrible trabajo y gasto cuesta mantenerte satisfecha! ¡Cómo se esfuerzan esos cocineros machacando, triturando y filtrando para que un plato no sepa igual que otro, todo para satisfacer vuestro libidinoso apetito! Extraen el tuétano de los huesos más duros, pues no desperdician nada que pueda deslizarse y engullirse dulcemente; para hacerlo todo más sabroso preparan salsas deliciosas mezclando especias de hoja, raíz y corteza. Sin embargo, puede asegurarse que el que se sumerge en tales placeres está muerto mientras vive en esos vicios: el vino excita la lascivia y las borracheras comportan peleas y desdichas.
Tú, imbécil, tienes el rostro lleno de manchas, tu aliento es acre y tus brazos disgustan; a través de tu nariz de borracho parecen venir unos ruidos como si dijeses una y otra vez: «Sansón, Sansón», aunque sabe Dios que Sansón nunca cató el vino. Y caes desplomado como un cerdo.
Tu lengua te ha abandonado y también tu propia estimación, pues una borrachera es una verdadera tumba para la inteligencia y el buen juicio. Nadie que esté bajo la influencia de la bebida sabe guardar un secreto: esto es indiscutible. Por lo que manteneos apartados del vino, blanco o tinto, no importa, y muy especialmente alejaos del vino blanco de Lepe que se vende en Fish Streets y en Cheapside.
Pues de un modo misterioso este vino español parece contaminar los vinos que se crían cerca de él y de la mezcla se desprenden vapores de tal fuerza que, después de beber tres vasos un hombre que se cree en su casa de Cheapside, se encuentra en España (no en la Rochela o en Burdeos, sino en la mismísima villa de Lepe) repitiendo: «Sansón, Sansón.»
Pero escuchad, caballeros, solamente otra palabra más, por favor. Dejadme señalar que por gracia del Dios verdadero, que es omnipotente, todas las victorias y hazañas del viejo Testamento se ganaron y realizaron con abstinencia y oración. Consultad la Biblia y veréis.
Ved Atila, el gran conquistador, que murió en la vergüenza y el deshonor, sangrando por la nariz en su dormitar de borracho. Un capitán debe mantenerse sobrio. Sobre todo debéis prestar mucha atención a la orden dada a Lemuel -no Samuel, sino Lemuel, digo. Si queréis saber cuál es, no tenéis más que leer la Biblia y ver en ella el lugar donde se señala de forma explícita sobre el dar vino a los que están sentados juzgando. Pero dejemos correr esto, ya he hablado suficiente.
Ahora, después de haber hablado de la gula, os voy a prevenir contra el juego. Jugar es el verdadero origen de mentiras, engaños, perjurios detestables, blasfemias contra Jesucristo, homicidios y dilapidación de tiempo y dinero. Además, tener fama de jugador constituye una mancha y una deshonra para el buen nombre de una persona. Cuanto más elevada sea su posición, más se le rehúye. Pues si un príncipe es un jugador empedernido, su reputación para dirigir asuntos y negocios públicos quedará perjudicada ante la opinión general.
Cuando Estilbón, el sabio embajador que se envió con gran pompa desde Esparta para establecer alianza con Corinto, llegó a esta ciudad, encontró a todos los principales hombres del país jugando a los dados, por lo que emprendió el regreso a su propio país lo antes que pudo diciendo:
-No pienso perder mi buena reputación allí ni hacerme acreedor al reproche de que me he aliado con un hato de jugadores. Enviad a otro embajador, pues yo, por mi honor, antes prefiero morir que haceros aliados con jugadores de dados. No quiero ser el agente de un tratado entre jugadores y una nación tan gloriosa en honor como la vuestra.
Esto es lo que dijo el sabio filósofo.
Ved también al rey Demetrio. La Historia nos cuenta que el rey de Partia le envió un par de dados de oro en señal de desprecio, ya que era un jugador empedernido, por lo que no daba ningún valor a toda la gloria y al renombre de Demetrio. La gente importante debería encontrar otros méto­dos mejores de matar el tiempo.
Ahora comentaré la cuestión de proferir palabrotas y cometer perjurio, según la consideran las autoridades antiguas. La blasfemia es una abominación, pero el perjurio es todavía más reprensible. Dios no permite el decir palabrotas. Ved lo que San Mateo y, sobre todo, lo que el santo profeta Jeremías decían sobre el asunto de jurar:
«Pero jurar en vano es un pecado. Venid a contemplar lo que dicen la primera parte de las Tablas de la Ley; el segundo de los Mandamientos del Señor es éste: No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano».
Observad que Él prohibe este tipo de juramento anteponiéndolo al asesinato y otros pecados abominables. Ved dónde está en el orden de los mandamientos: todo el que los conoce sabe que se trata del segundo Mandamiento de Dios. Y además os diré sin ambages que si los juramentos de un hombre son demasiado ultrajantes, la venganza no se apartará de su casa.
«¡Por el Sagrado Corazón! ¡Por los clavos de Cristo! ¡Por la sangre que Jesucristo derramó en el Calvario, mis dados ganaron con un siete, los tuyos fueron un cinco y un tres!» Esta es la cosecha de los dados, estos malditos pe­dacitos de hueso: perjurio, ira, estafa, crimen... Ahora, por amor de Cristo que murió por nosotros, evitemos toda clase de juramentos. Pero, ahora, señores, me toca relatar mi cuento.
Mi historia es sobre tres trasnochadores. Mucho antes de que la campana tocase para las oraciones de las seis, ya hacía rato que estaban bebiendo dentro de la taberna. Mientras se hallaban allí sentados, oyeron una campanilla que sonaba precediendo a un cadáver que era conducido a la tumba. Uno de esos tres llamó al mozo y le dijo:
-Corre y averigua de quién es el cadáver que llevan. Espabílate y mira de enterarte bien del nombre.
-Señor -repuso el muchacho-, no hay necesidad de ello, pues me lo dijeron dos horas antes de que ustedes llegasen aquí. Se trata, por cierto, de un viejo amigo de ustedes. Fue muerto de repente la noche pasada, mientras se hallaba tendido sobre un banco, borracho como una cuba. Se le acercó un ladrón -al que llaman Muerte-, que anda por ahí matando a todos los que puede en la comarca, y le atravesó el corazón con una lanza, yéndose luego sin pronunciar palabra. Ha asignado a millares en la presente peste, y me parece, señores, que es preciso que toméis precauciones antes de enfrentaros con un adversario así. Debéis estar siempre preparados por si os sale al encuentro (mi madre así me lo advirtió). No os puedo decir nada más.
-¡Por Santa María! -intervino el posadero-. Lo que dice el muchacho es cierto. Este año ha matado a todo hombre, mujer, niño, trabajador en la granja y criado en un gran pueblo que se halla a más o menos una milla de aquí, que es, por cierto, el lugar en el que, creo, vive. Lo más juicioso resulta estar preparados para que no os hiera.
-¿Eh? -dijo el trasnochador-. ¡Por el Sagrado Corazón! ¿Tan peligroso resulta toparse con él? ¡Por los huesos del Señor, juro que le buscaré por calles y caminos! Escuchad, amigos: nosotros tres somos uno; cojámonos de la mano y jurémonos eterna hermandad recíprocamente, y entonces salgamos a matar a este falso traidor llamado Muerte. Por el esplendor divino, este asesino deberá morir antes de medianoche.
Los tres juntos dieron su palabra de honor de vivir o morir por los demás, como si se hubiese tratado de hermanos de la misma sangre. Entonces se levantaron, borrachos de ira, y se pusieron en camino hacia el pueblo del que el posadero había hablado. Durante todo el trecho fueron desmembrando el santo cuerpo de Jesús con sus infames juramentos. Darían muerte a la Muerte si podían ponerle la mano encima.
No habían andado aún media milla entera cuando un hombre pobre se topó con ellos en el mismo momento en que iba a subir las escalerillas de una cerca.
El anciano les saludó humildemente:
-¡Que Dios les guarde y les acompañe, señores!
Pero el más altanero de los tres trasnochadores le replicó: -Maldito sea, rústico patán. ¿Por qué vas tapado hasta los ojos? éY cómo es que sigues viviendo con tu chochez? -Porque aunque anduviese desde aquí hasta la India no podría encontrar a nadie en ciudad o aldea que estuviese dispuesto a cambiar su juventud por mi edad -le dijo el anciano mientras le miraba intensamente-. Por lo que debo soportar mi ancianidad hasta que Dios disponga. Ni la Muerte, ¡ay, Dios mío!, quiere tomar mi vida. Por eso, como un pri­sionero incansable, ando golpeando con mi vara la tierra -la puerta de mi madre- de noche y de día, rogando: «Querida madre, ¡déjame entrar! Mira cómo mi carne, mi sangre y mi piel se marchitan. ¿Cuándo podrán descansar mis huesos? Madre, yo te cambiaría todos los vestidos que tengo en el armario de mi cuarto desde hace tiempo, por un sudario con el que envolverme.» Sin embargo, sigue sin querer concederme ese favor. Por eso es mi rostro tan pálido y escuálido.
»Pero, señores, éstos no son modales para hablar tan rudamente a un anciano que no os ha ofendido para nada. Como podréis leer fácilmente en las sagradas Escrituras. Por consiguiente, os doy un consejo: no causéis daño a un anciano ahora, del mismo modo que no querríais que os dañaran cuando seáis ancianos si es que vivís para serlo. Y que Dios os acompañe en vuestro viaje dondequiera que vayáis. Debo proseguir mi camino.
-No, por Dios. No vayáis tan deprisa, anciano -replicó el otro jugador-. Por San Juan, no te vas a librar tan fácilmente. Ahora mismo hablaste de este traidor llamado Muer­te que mata a todos nuestros amigos de la comarca. Por mi vida que eres espía suyo. Dime dónde está o lo pagarás muy caro, por Dios y el Santísimo Sacramento. Tú y él estáis confabulados para matarnos a nosotros los jóvenes, y ésta es la verdad, tú, esto sí que es verdad, maldito embustero.
-Bueno, señores -replicó-, si tantas ganas tenéis de encontrar a Muerte, subid por esta carretera serpenteante; os juro que le dejé sentado bajo un árbol en aquel bosquecillo esperando y os aseguro que vuestra baladronada no le hará esconder. ¿Veis aquel roble? Allí mismo lo encontraréis. ¡Que el Salvador os guíe y proteja!
Así habló el anciano, a lo que cada uno de los trasnochadores apretó a correr hasta llegar al árbol, donde encontraron un montón de florines de oro recién acuñados: casi ocho fanegas les pareció que había. Al verlos dejaron de buscar a Muerte y se sentaron al lado de aquel precioso montón, excitados y alegres a la vista de aquellos hermosos y relucientes florines.
El peor de los tres fue el primero en hablar:
-Hermanos -dijo-. Mirad lo que os digo, pues aunque hago bromas y el tonto, soy más listo de lo que parezco. La Fortuna nos ha dado este tesoro para que podamos pasar el resto de nuestras vidas alegres y en plena francachela. Lo que llegó con facilidad se diluye rápidamente. ¡Loado sea Dios bendito! ¿Quién se podía imaginar que tendríamos tanta suerte? Ahora bien, si este oro pudiese ser transportado y llevado a mi casa -o a la vuestra, quiero decir-, estaríamos en el séptimo cielo. Pues resulta evidente que todo este oro es nuestro. Naturalmente, esto no lo podemos hacer de día. La gente diría que somos salteadores de caminos y nos ahorcarían por robar nuestro propio tesoro. No, debe ser transportado de noche y con todas las precauciones y prudencia que sea posible. Por tanto, sugiero que lo echemos a suertes y veremos en quién recae. El que saque la paja más larga deberá ir corriendo a la ciudad lo más rápidamente que pueda y nos traerá pan y vino sin despertar sospechas, mientras los otros dos mantienen una constante vigilancia sobre el tesoro. Si no se entretiene, esta misma noche transportaremos el tesoro al lugar que consideremos más apropiado.
Se colocó las tres pajas en el puño y dijo a los demás que sacasen una para ver en quién recaía la suerte. La sacó el más joven de los tres, quien inmediatamente se encaminó hacia la ciudad.
Tan pronto como se hubo ausentado, uno de los que que­daban dijo al otro:
-Como sabes, tú eres mi hermano por juramento, y ahora te voy a decir algo que te beneficiará. Como has visto, nuestro amigo se ha marchado y aquí hay oro en abundancia para repartírnoslo entre los tres. Pero supón que pudiese arreglarlo de manera que nos lo repartiésemos entre nosotros dos. ¿No te beneficiaría esto?
-No sé cómo puede hacerse -repuso el otro-. Él sabe que el oro está aquí con nosotros.
¿Qué es lo que podemos hacer? ¿Qué le diremos?
-¿Debe ser un secreto? -dijo el primer bribón-. Entonces te diré en dos palabras lo que vamos a hacer para llevámoslo.
-Conforme -dijo el otro-. No tengas miedo; te doy mi palabra y no te defraudaré.
-Bueno -replicó el primero-. Como sabes, somos dos, y dos son más fuertes que uno. Espera que se siente; entonces te levantas como si fueras a pelear con él en broma y yo miraré de atravesarle; y, mientras tú haces ver que forcejeas con él, procura hacer lo mismo con tu daga. Entonces, amigo mío, podremos repartimos todo este oro entre tú y yo y podremos jugar a los dados a placer y hacer lo que queramos.
Así fue cómo estos dos canallas se pusieron de acuerdo para matar al tercero según he contado.
Ahora bien, el más joven de ellos, el que le tocó ir a la ciudad, estuvo todo el rato dando vueltas y más vueltas al asun­to, pensando en la belleza de aquellos relucientes florines de oro. «Oh, Dios -musitó él-, si pudiese tener todo el tesoro para mí solo, ¿qué hombre bajo la bóveda celeste podría vivir más feliz que yo?» Y al final, el diablo, nuestro común enemigo, puso en su mente la idea de comprar veneno con el que matar a sus dos compinches.
Como veis, el diablo le encontró llevando tan mala vida, que tuvo licencia para acarrearle la perdición, pues el joven pretendía matar a ambos sin sentir el menor remordimiento; y, sin perder más tiempo, se dirigió a un boticario de la ciudad y le pidió que le vendiese veneno para matar ratas, pues, dijo, había una mofeta que rondaba su corral y le mataba las gallinas, por lo que estaba resuelto a ajustar las cuentas con el perillán que cada noche le hacía la pascua.
El boticario le contestó:
-Te daré algo. Te aseguro, como espero ganar la gloria del Cielo, que este veneno es tan fuerte que no existe criatura viviente en el mundo que no pierda la vida inmediatamente; así caerá muerto en menos tiempo que canta un ga­llo, tanto si come como si bebe de esta poción, aunque solamente sea la cantidad necesaria para empapar un grano de trigo.
El malvado tomó la caja de veneno con la mano y se fue a la calle siguiente, donde encontró un hombre a quien le pidió en préstamo tres botellas grandes. Vertió el veneno en dos de ellas y guardó la tercera, limpia, para su uso personal, pues esperaba pasarse toda la noche trabajando, acarreando aquel oro.
Y cuando aquel canalla -que el diablo le lleve- hubo llenado de vino las tres grandes botellas, regresó con sus amigos.
¿Es preciso explicarlo con detalle? Le acuchillaron allí mismo como habían planeado, y, cuando hubieron terminado, uno de ellos dijo:
-Ahora sentémonos y bebamos y pongámonos contentos. Luego sepultaremos el cuerpo.
Al decir esto cogió una de las botellas que contenían veneno y bebió, pasándola luego a su amigo, que también bebió, con lo que ambos perecieron allí mismo.
Por cierto que no creo que el gran médico Avicena haya escrito en cualquier sección de su Libro del Canon en Medicina síntomas de envenenamiento más horribles que los que sintieron aquellos dos desgraciados antes de morir. Así fue cómo los dos asesinos, al igual que el envenenador, hallaron su fin.
¡Oh, iniquidad de iniquidades! ¡Traidores asesinos! ¡Oh, maldad! ¡Oh, codicia, lascivia y juego! ¡Tú, blasfemo contra Jesucristo con los más infames juramentos surgidos de la soberbia y de la costumbre! i Oh, humanidad! ¿Por qué eres tan falsa y agresiva hacia tu Creador, que te hizo y te redimió con la sangre de su precioso Corazón?
Ahora, queridos hermanos, que Dios perdone vuestros pecados y os salve del pecado de la avaricia. Mi santo perdón puede curaros a todos vosotros si hacéis ofrenda de peniques de plata o de buenas monedas de oro, broches de plata, cucharas o anillos. Bajad vuestra cerviz ante este toro sagrado. Acer­caos, señoras, y haced ofrenda de vuestra lana. Yo anotaré vuestros nombres en mi lista, y así iréis al cielo bendito. Por mi santo poder yo os absuelvo y os dejo limpios y puros como el día en que nacisteis, pero sólo a los que presentan ofrendas.
¡Bien! Así es, señoras, como predico. Que Jesucristo, el gran curador de almas, os conceda su perdón por lo mejor. Yo no os engañaré.
Pero, señores, hay una cosa que olvidé mencionar en mi discurso. En mi bolso llevo las mejores reliquias y bulas que podáis hallar en Gran Bretaña y que he recibido de las mismas manos del Papa. Si alguno de vosotros quiere hacer una ofrenda devota y recibir mi absolución, que se acerque a mí, se arrodille aquí y, con humildad, reciba mi perdón. También, si queréis, podéis hacerlo mientras vamos de camino; lo tendréis completamente nuevo en cada mojón que pasemos, mientras repitáis vuestras ofrendas en buena moneda, plata u oro. ¡Qué gran honor para vosotros tener aquí a un buen bulero que os perdone cualquier pecado que cometáis mientras cabalgáis por el país! ¿Quién sabe si uno o dos de vosotros caerá del caballo y se romperá el cuello?
Pensad en la protección que tenéis todos vosotros por el hecho de que yo, que puedo perdonar a nobles y plebeyos cuando el alma abandona el cuerpo, me halle en vuestra compañía. Mi consejo es que nuestro anfitrión sea el que empiece, pues es el que más hundido está en el pecado.
-Adelantaos, señor anfitrión, y haced vuestra ofrenda el primero y besaréis cada una de estas reliquias. Todo por seis peniques. ¡Vamos, abrid vuestra bolsa!
-No, no -exclamó nuestro anfitrión-. Que Jesucristo me condene. ¿Dar dinero? Maldición, si lo hago. Vos me haríais besar vuestros calzones y juraríais que eran la reliquia de un santo, aunque los hubieseis ensuciado con vuestro culo. Por la Vera Cruz que encontró Santa Elena, antes agarraría vuestros cojones con la mano que vuestras reliquias y recuerdos santos. Desprendeos de ellos y os ayudaré a llevarlos y se los colocaremos en excrementos de cerdo.
El bulero no contestó palabra; estaba demasiado furioso para hablar.
-Bueno, no voy a hacer más broma con ustedes o con cualquiera que pierda los estribos -dijo nuestro anfitrión. Pero, en eso, al ver que todos los demás reían, el caballero intervino y dijo:
-¡Basta de chanzas! Ya es suficiente. Animaos, señor hulero, y dignaos sonreímos; en cuanto a vos, señor anfitrión, amigo mío, os pido que hagáis las paces con el bulero, por favor, y riamos y divirtámonos como antes.
A continuación hicieron las paces y prosiguieron su camino.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario