MI DIVINA COMEDIA
Cogiendo como referencia la obra de Dante “La Divina Comedia”, voy a hacer mi adaptación a la entrada del Infierno.
Yo, en lugar de bajar al Infierno con el autor latino Virgilio
como hizo Dante, bajo con el autor español y prestigiado Cervantes.
Adentrada en el pecado de derrochar, Cervantes quiso hacerme
entender que no estaba yendo por el camino adecuado. Me ayudó a entrar en razón
para seguir el camino recto. Para esto no había mejor forma que ver el castigo
que sufren los demás por el mismo pecado cometido y otros mucho más graves.
Asustada como jamás lo había estado, entré en el lugar donde todo
es oscuro y temible.
Quería prestar atención a cualquier detalle que se pasase por
delante. Lo primero que me llamó la atención fue la puerta. Era de color marrón
oscuro, con grietas, señales de uñas arrastradas de arriba hasta el final de
esta, con el pomo morado oscuro y oxidado. Lo que más destacaba era la
inscripción en medio de la puerta: “Por pecar en vida,
no queda más esperanza que la dura eternidad”. Una oración que no me
dejó otra expresión más que la cara paralizada como si hubiese visto un
conjunto de quinientos fantasmas. Ingenua de mí. Lo que había ahí dentro era
mucho peor que esa barbaridad de fantasmas.
En la puerta de este terrorífico lugar se encontraba Fluffy, un
hombre demacrado, de pelo rojizo y ondulado, con barba tan larga como es el
invierno y lo más espeluznante, con lágrimas negras cayendo sin cesar de sus
ojos violeta. Parecía mentira, pero no
era lo más terrorífico que iba a presenciar en aquel lugar. Se puso furioso al
ver que era un alma viva y me enseñó sus colmillos vampíricos. Cervantes, con
su ingenio de la palabra, consiguió calmarlo y dejarme pasar.
Pensaba que el río que había en esta parte, de color negro y peces
plateados con ojos granates, era inofensivo, pero estaba equivocada. Los peces
parecían pirañas. Para poder cruzar al otro extremo, mi guía me ofreció una
especie de zapatos de acero con motor y con ellos podría llegar a mi destino
sin ser atacada por los peces. Él y yo, cogidos de la mano, conseguimos
atravesarlo sin ninguna especie de problemas sobrenaturales.
Entonces, habíamos llegado
al primer círculo. El círculo de los malos consejeros. Yo pensaba que esas
personas no merecían aquel castigo que les había tocado sufrir, pero así era
según el señor todo poderoso.
Eran arrastrados y ahogados sin cesar en el lago Nimbus. Era un
lago repugnante, lleno de barro. Gusanos y cucarachas que recorrían sin pausa
el cuerpo de estos pobres pecadores. Se veían caras de horror y sufrimiento,
también de arrepentimiento. Se notaba el dolor en el ambiente. Pero ya nada
podía cambiar, habían pecado y ese era su sitio en el viaje eterno.
Conseguí poder mirar toda aquella escena, pero en círculos más
hondos tuve que esconderme detrás del espíritu del poeta español que me
acompañaba en este viaje y cerrar los ojos. También tengo que decir que yo no
me desmayaba, yo devolvía todo lo que en mi estómago se hallaba.
Sin poder pararnos a observar con detención, tuvimos que seguir
caminando. Para descender al próximo círculo, el de los adivinos, había una
especie de tobogán por el que teníamos que pasar. Este daba muchas vueltas,
tantas que acabé mareada. Poco antes de llegar ya se podían oír los llantos,
gritos y el dolor de aquellos espíritus castigados con falsas esperanzas de
acabar con ese infierno. Su castigo eran voces continuas que animaban a salir
de ahí, cosa que resultaba completamente imposible porque estaban ahí de forma
perpetua.
Conforme bajábamos y cambiábamos de círculo, los espíritus
encerrados habían cometido pecados más fuertes. Por lo tanto, sus castigos eran
cada vez peores.
Hasta tal punto de daño psicológico, que es tanto más fuerte como
el físico. Reconocí a mucha gente que estaba por aquel mundo de dolor sufriendo algunos de los dieciséis castigos diferentes que sufrían en los dieciséis círculos del Infierno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario