Yo, el paciente y sagaz Ulises, famoso por su lanza, urdidor de engaños,
nunca abandoné Troya. Por nada del mundo hubiese regresado a Ítaca. Mis
hombres hicieron causa común y ayudamos a reconstruir las anchas calles y las
dobles murallas hasta que aquella ciudad arrasada, nuevamente populosa y
próspera, volvió a dominar la entrada del Helesponto. Y en las largas noches
imaginábamos viajes en una cóncava nave, hazañas, peligros, naufragios, seres
fabulosos, pruebas de lealtad, sangrientas venganzas que la Aurora de rosáceos
dedos dispersaba después. Cuando el bardo ciego de Quíos, un tal Hornero, cantó
aquellas aventuras con el énfasis adecuado, en hexámetros dáctilos, persuadió al
mundo de la supuesta veracidad de nuestros cuentos. Su versión, por así decirlo,
es hoy sobradamente conocida. Pero las cosas no sucedieron de tal modo. Remiso
a volver junto a mi familia, sin nostalgia alguna tras tantos años de asedio, me
entregué a las dulzuras de las troyanas de níveos brazos, ustedes entienden, y mi
descendencia actual supera a la del rey Príamo. Con seguridad tildarán mi
proceder de cobarde, deshonesto e inhumano: no conocen a Penélope.
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