Asistí durante un otoño a la escuela de la señorita Leocadia, en
la aldea, porque mi salud no andaba bien y el abuelo retrasó mi vuelta a la
ciudad. Como era el tiempo frío y estaban los suelos embarrados y no se veía
rastro de muchachos, me aburría dentro de la casa, y pedí al abuelo asistir a
la escuela. El abuelo consintió, y acudí a aquella casita alargada y blanca de
cal, con el tejado pajizo y requemado por el sol y las nieves, a las afueras
del pueblo.
EL ÁRBOL DE ORO, de Ana María Matute

Quizá lo que más se envidiaba de Ivo era la posesión de la
codiciada llave de la torrecita. Ésta era, en efecto, una pequeña torre
situada en un ángulo de la escuela, en cuyo interior se guardaban los libros de
lectura. Allí entraba Ivo a buscarlos, y allí volvía a dejarlos, al terminar la
clase. La señorita Leocadia se lo encomendó a él, nadie sabía en realidad por
qué.
Ivo estaba muy orgulloso de esta distinción, y por nada del
mundo la hubiera cedido. Un día, Mateo Heredia, el más aplicado y estudioso de
la escuela, pidió encargarse de la tarea —a todos nos fascinaba el misterioso
interior de la torrecita, donde no entramos nunca—, y la señorita Leocadia
pareció acceder. Pero Ivo se levantó, y acercándose a la maestra empezó a
hablarle en su voz baja, bizqueando los ojos y moviendo mucho las manos, como
tenía por costumbre. La maestra dudó un poco, y al fin dijo:
—Quede todo como estaba. Que siga encargándose Ivo de la
torrecita.
A la salida de la escuela le pregunté:
—¿Qué le has dicho a la maestra?
Ivo me miró de través y vi relampaguear sus ojos azules.
—Le hablé del árbol de oro.
Sentí una gran curiosidad.
—¿Qué árbol?
Hacía frío y el camino estaba húmedo, con grandes charcos que
brillaban al sol pálido de la tarde. Ivo empezó a chapotear en ellos, sonriendo
con misterio.
—Si no se lo cuentas a nadie…
—Te lo juro, que a nadie se lo diré.
Entonces Ivo me explicó:
—Veo un árbol de oro. Un árbol completamente de oro: ramas,
tronco, hojas… ¿sabes? Las hojas no se caen nunca. En verano, en invierno,
siempre. Resplandece mucho; tanto, que tengo que cerrar los ojos para que no me
duelan.
—¡Qué embustero eres! —dije, aunque con algo de zozobra. Ivo me
miró con desprecio.
—No te lo creas —contestó—. Me es completamente igual que te lo
creas o no… ¡Nadie entrará nunca en la torrecita, y a nadie dejaré ver mi árbol
de oro! ¡Es mío! La señorita Leocadia lo sabe, y no se atreve a darle la llave
a Mateo Heredia, ni a nadie… ¡Mientras yo viva, nadie podrá entrar allí y ver
mi árbol!
Lo dijo de tal forma que no pude evitar el preguntarle:
—¿Y cómo lo ves…?
—¡Ah, no es fácil —dijo,
con aire misterioso—. Cualquiera no podría verlo. Yo sé la rendija exacta.
—¿Rendija?…
—Sí, una rendija de la pared. Una que hay corriendo el cajón de
la derecha: me agacho y me paso horas y horas… ¡Cómo brilla el árbol! ¡Cómo
brilla! Fíjate que si algún pájaro se le pone encima también se vuelve de oro.
Eso me digo yo: si me subiera a una rama, ¿me volvería acaso de oro también?
No supe qué decirle, pero, desde aquel momento, mi deseo de ver
el árbol creció de tal forma que me desasosegaba. Todos los días, al acabar la
clase de lectura, Ivo se acercaba al cajón de la maestra, sacaba la llave y se
dirigía a la torrecita. Cuando volvía, le preguntaba:
—¿Lo has visto?
—Sí —me contestaba. Y, a veces, explicaba alguna novedad:
—Le han salido unas flores raras. Mira: así de grandes, como mi
mano lo menos, y con los pétalos alargados. Me parece que esa flor es parecida
al arzadú.
—¡La flor del frío! —decía yo, con asombro—. ¡Pero el arzadú es
encarnado!
—Muy bien —asentía él, con gesto de paciencia—. Pero en mi árbol
es oro puro.
—Además, el arzadú crece al borde de los
caminos… y no es un árbol.
No se podía discutir con él. Siempre tenía razón, o por lo menos
lo parecía.
Ocurrió entonces algo que secretamente yo deseaba; me
avergonzaba sentirlo, pero así era: Ivo enfermó, y la señorita Leocadia encargó
a otro la llave de la torrecita. Primeramente, la disfrutó Mateo Heredia. Yo
espié su regreso, el primer día, y le dije:
—¿Has visto un árbol de oro?
—¿Qué andas graznando? —me contestó de malos modos, porque no
era simpático, y menos conmigo. Quise dárselo a entender, pero no me hizo caso.
Unos días después, me dijo:
—Si me das algo a cambio, te dejo un ratito la llave y vas
durante el recreo. Nadie te verá…
Vacié mi hucha, y, por fin, conseguí la codiciada llave. Mis
manos temblaban de emoción cuando entré en el cuartito de la torre. Allí estaba
el cajón. Lo aparté y vi brillar la rendija en la oscuridad. Me agaché y miré.
Cuando la luz dejó de cegarme, mi ojo derecho sólo descubrió una
cosa: la seca tierra de la llanura alargándose hacia el cielo.
Nada más. Lo mismo que se veía desde las ventanas altas. La
tierra desnuda y yerma, y nada más que la tierra. Tuve una gran decepción y la
seguridad de que me habían estafado. No sabía cómo ni de qué manera, pero me
habían estafado.
Olvidé la llave y el árbol de oro. Antes de que llegaran las
nieves regresé a la ciudad.
Dos veranos más tarde volví a las montañas. Un día, pasando por
el cementerio —era ya tarde y se anunciaba la noche en el cielo: el sol, como
una bola roja, caía a lo lejos, hacia la carrera terrible y sosegada de la
llanura— vi algo extraño. De la tierra grasienta y pedregosa, entre las
cruces caídas, nacía un árbol grande y hermoso, con las hojas anchas de
oro: encendido y brillante todo él, cegador. Algo me vino a la memoria, como un
sueño, y pensé: “Es un árbol de oro”. Busqué al pie del árbol, y no tardé en
dar con una crucecilla de hierro negro, mohosa por la lluvia. Mientras la
enderezaba, leí: IVO MÁRQUEZ, DE DIEZ AÑOS DE EDAD.
Y no daba tristeza alguna, sino, tal vez, una extraña y muy
grande alegría
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ResponderEliminarun saludo
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