miércoles, 25 de marzo de 2015

Flaubert: Cartas a Louise Colet.

Como esta  mañana hablábamos de las cartas de Flaubert a Louise Colet, os dejo aquí algún ejemplo de las mismas. Corresponden al periodo comprendido entre los años 1846 - 1855 , tiempo en que el autor escribió Madame Bovary.


El éxito y la gloria:
 Croisset, 16 de octubre de 1846.
 No, no desprecio la gloria; no se desprecia lo que no se puede alcanzar. Ante esa palabra mi corazón ha vibrado más que otros. Antes pasé largas horas soñando con triunfos asombrosos para mí, cuyos clamores me hacían estremecerme como si ya los hubiese oído. Pero no sé por qué, una mañana me desperté desembarazado de aquel deseo, incluso más enteramente que si hubiera sido satisfecho. Entonces me vi más pequeño, y dediqué toda mi razón a observar mi naturaleza, su fondo, y sobre todo sus límites. Los poetas que admiraba no me parecieron entonces sino más grandes, al estar más alejados de mí, y gocé, con la buena fe de mi corazón, de la humildad que a otro le habría hecho reventar de rabia. Cuando uno vale algo, buscar el éxito es estropearse sin motivo, y buscar la gloria es quizá perderse completamente. Pues hay dos clases de poetas. Los más grandes, los raros, los auténticos maestros, resumen la humanidad; sin preocuparse de sí mismos ni de sus propias pasiones, dando al traste con su personalidad para absorberse en las de los demás, reproducen el universo, que se refleja en sus obras, resplandeciente, variado, múltiple, como un cielo entero que se refleja en el mar con todas sus estrellas y todo su azul. Hay otros que no tienen más que gritar para ser armoniosos, llorar para enternecer y ocuparse de sí mismos para seguir siendo eternos. Quizá no habrían podido ir más lejos haciendo otra cosa; pero, a falta de amplitud, tienen ardor y elocuencia, de manera que si hubiesen nacido con temperamentos distintos, quizá habrían carecido de genio. Byron era de esa familia; Shakespeare de la otra. En efecto, ¿quién me dirá lo que Shakespeare amó, lo que odió, lo que sintió? Es un coloso que espanta; cuesta creer que fuera un hombre. Pues bien, la gloria la queremos pura, auténtica, sólida como la de esos semidioses; nos alzamos y nos empinamos para llegar hasta ellos; recortamos del talento propio las ingenuidades caprichosas y las fantasías instintivas, para hacerlas entrar en un tipo convenido, en un molde prefabricado. O bien, otras veces tenemos la vanidad de creer que basta, como a Montaigne y a Byron, con decir lo que pensamos y lo que sentimos para crear cosas bellas. Esta última actitud es quizá la más prudente para las personas originales, pues con frecuencia tendríamos muchas más cualidades si no las buscásemos, y cualquier hombre que supiera escribir correctamente crearía un libro soberbio al redactar sus Memorias, si las expusiera con sinceridad y de manera completa. Así pues, volviendo a mí, no me vi ni lo bastante alto como para crear auténticas obras de arte, ni lo bastante excéntrico para llenarlas solamente de mí mismo. Y como no tengo la habilidad necesaria para procurarme el éxito, ni genio para conquistar la gloria, me condené a escribir para mí solo, para mi propia distracción personal, igual que se fuma y se monta a caballo. Es casi seguro que no mandaré imprimir ni una línea, y mis sobrinos (digo sobrinos en sentido propio, pues no quiero más posteridad familiar que de la otra, con la que no cuento) harán probablemente tricornios de papel para sus niños con mis novelas fantásticas, y usarán como pantalla para las velas de su cocina los cuentos orientales, dramas, misterios, etc., y otras pamplinas que yo escribo con toda seriedad en hermoso papel blanco. Aquí está, querida Louise, de una vez por todas, el fondo de lo que pienso sobre este asunto y sobre mí mismo.
  Escribir:

 16 de noviembre de 1852.
(…)
 Se escribe con la cabeza. Si el corazón la calienta, mejor; pero no hay que decirlo. Debe ser un horno invisible, y así evitamos divertir al público con nosotros mismos, cosa que encuentro repugnante o demasiado ingenua, y la personalidad de escritor, que empequeñece siempre una obra.
 15 de enero de 1853.
 (…)Tardé cinco días en escribir una página la semana pasada, y para eso lo había dejado todo: griego, inglés…; no hacía más que eso. Lo que me atormenta en mi libro es el elemento entretenido, que resulta mediocre. Faltan hechos. Yo sostengo que las ideas son hechosEs más difícil interesar con ellas, ya sé, pero entonces la culpa es del estilo. Así, ahora tengo cincuenta páginas seguidas en que no hay ni un acontecimiento: es el panorama continuo de una vida burguesa y de un amor inactivo, amor tanto más difícil de describir cuanto que es a la vez íntimo y profundo; pero, ay, sin desmelenamientos internos, pues mi caballero es de naturaleza tibia. Ya he tenido algo análogo en la primera parte. Mi marido ama a su mujer de manera parecida a como lo hace mi amante. Son dos mediocridades en el mismo ambiente, y que no obstante es preciso diferenciar. Si sale bien, creo que resultará excelente, pues es pintar color sobre color, sin ningún tono contrastado (cosa que es más fácil). Pero temo que todas estas sutilezas aburran, y que el lector prefiera ver más movimiento. En fin, hay que hacer las cosas como se han planeado. Si quisiera poner acción, obraría en virtud de un sistema, y lo estropearía todo. Hay que cantar con el propio registro de voz; y la mía nunca será dramática ni atractiva. Estoy convencido, por lo demás, que todo es cuestión de estilo, o más bien de carácter, de aspecto.

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