40 Así habló el benéfico Hermes; y subiendo al carro, recogió al instante el látigo y las riendas e infundió gran vigor a los corceles y mulos. Cuando llegaron al foso y a las torres que protegían las naves, los centinelas comenzaban a preparar la cena, y el mensajero Argifontes los adormeció a todos; en seguida abrió la puerta, descorriendo los cerrojos, e introdujo a Príamo y el carro que llevaba los espléndidos regalos. Llegaron, por fin, a la alta tienda que los mirmidones habían construido para el rey con troncos de abeto, techándola con frondosas cañas que cortaron en la pradera: rodeábala una gran cerca de muchas estacas y tenía la puerta asegurada por un barra de abeto que quitaban o ponían tres aqueos juntos, y sólo Aquileo la descorría sin ayuda. Entonces el benéfico Hermes abrió la puerta e introdujo al anciano y los presentes para el Pelida, el de los pies ligeros. Y apeándose del carro, dijo a Príamo:
460 —¡Oh anciano! Yo soy un dios inmortal, soy Hermes; y mi padre me envió para que fuese tu guía. Me vuelvo antes de llegar a la presencia de Aquileo, pues sería indecoroso que un dios inmortal se tomara públicamente tanto interés por los mortales. Entra tú, abraza las rodillas del Pelida, y suplícale por su padre, por su madre de hermosa cabellera y por su hijo, a fin de que conmuevas su corazón.
468 Cuando esto hubo dicho, Hermes se encaminó al vasto Olimpo. Príamo saltó del carro a tierra, dejó a Ideo para que cuidase de los caballos y mulos, y fue derecho a la tienda en que moraba Aquileo, caro a Zeus. Hallóle solo —sus amigos estaban sentados aparte—, y el héroe Automedonte y Alcimo, vástago de Ares, le servían, pues acababa de cenar, y si bien ya no comía ni bebía, aún la mesa continuaba puesta. El gran Príamo entró sin ser visto, y acercándose a Aquileo, abrazóle las rodillas y besó aquellas manos terribles, homicidas, que habían dado muerte a tantos hijos suyos. Como quedan atónitos los que, hallándose en la casa de un rico, ven llegar a un hombre que tuvo la desgracia de matar en su patria a otro varón y ha emigrado a país extraño, de igual manera asombróse Aquileo de ver a Príamo, semejante a un dios, y los demás se sorprendieron también y se miraron unos a otros. Y Príamo suplicó a Aquileo, dirigiéndole estas palabras:
486 —Acuérdate de tu padre, oh Aquileo, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha llegado a los funestos umbrales de la vejez. Quizás los vecinos circunstantes le oprimen y no hay quien le salve del infortunio y la ruina; pero al menos aquél, sabiendo que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su hijo, llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después que engendré hijos valientes en la espaciosa Ilión, puedo decir que de ellos ninguno me queda. Cincuenta tenía cuando vinieron los aqueos: diecinueve eran de una misma madre; a los restantes, diferentes mujeres los dieron a luz en el palacio. A los más el furibundo Ares les quebró las rodillas; y el que era único para mí y defendía la ciudad y a sus habitantes, a éste tu lo mataste poco ha mientras combatía por la patria, a Héctor; por quien vengo ahora a las naves de los aqueos, con un cuantioso rescate, a fin de redimir su cadáver. Respeta a los dioses, Aquileo y apiádate de mí, acordándote de tu padre; yo soy aún más digno de compasión que él, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a llevar a mis labios la mano del hombre matador de mis hijos.
507 Así habló. A Aquileo le vino deseo de llorar por su padre; y cogiendo la mano de Príamo, apartóle suavemente. Los dos lloraban afligidos por los recuerdos: Príamo acordándose de Héctor, matador de hombres, derramaba copiosas lágrimas postrado a los pies de Aquileo; éste las vertía, unas veces por su padre y otras por Patroclo; y los gemidos de ambos resonaban en la tienda. Mas así que el divino Aquileo estuvo saciado de llanto y el deseo de sollozar cesó en su corazón, alzóse de la silla, tomó por la mano al viejo para que se levantara, y mirando compasivo la cabeza y la barba encanecidas, díjole estas aladas palabras:
518 —¡Ah infeliz! Muchos son los infortunios que tu ánimo ha soportado. ¿Cómo te atreviste a venir solo a las naves de los aqueos y presentarte al hombre que te mató tantos y tan valientes hijos? De hierro tienes el corazón. Mas, ea, toma asiento en esta silla; y aunque los dos estamos afligidos, dejemos reposar en el alma las penas, pues el triste llanto para nada aprovecha. Los dioses condenaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza, y sólo ellos están descuitados. En los umbrales del palacio de Zeus hay dos toneles de dones que el dios reparte: en el uno están los azares y en el otro las suertes. Aquel a quien Zeus, que se complace en lanzar rayos, se los da mezclados, unas veces topa con la desdicha y otras con la buena ventura; pero el que tan sólo recibe azares, vive con afrenta, una gran hambre le persigue sobre la divina tierra, y va de un lado para otro sin ser honrado ni por los dioses ni por los hombres.
534 Así las deidades hicieron a Peleo grandes mercedes desde su nacimiento: aventajaba a los demás hombres en felicidad y riqueza, reinaba sobre los mirmidones, y siendo mortal, tuvo por mujer a una diosa; pero también le impusieron un mal: que no tuviese hijos que reinaran luego en el palacio. Tan sólo uno engendró, a mí, cuya vida ha de ser breve, y no le cuido en su vejez, porque permanezco en Troya, lejos de la patria, para contristarte a ti y a tus hijos. Y dicen que también tú, oh anciano, fuiste dichoso en otro tiempo; y que en el espacio que comprende Lesbos, donde reinó Macar, y más arriba la Frigia hasta el Helesponto inmenso, descollabas entre todos por tu riqueza y por tu prole. Mas, desde que los dioses celestiales te trajeron esta plaga, sucédense alrededor de la ciudad las batallas y las matanzas de hombres. Súfrelo resignado y no dejes que se apodere de tu corazón un pesar continuo, pues nada conseguirás afligiéndote por tu hijo, ni lograrás que se levante; y quizás tengas que padecer una nueva desgracia.
552 Respondió el anciano Príamo, semejante a un dios: — No me hagas sentar en esta silla, alumno de Zeus, mientras Héctor yace insepulto en la tienda. Entrégamelo para que lo contemple con mis ojos, y recibe el cuantioso rescate que te traemos. Ojalá puedas disfrutar de él y volver a tu patria, ya que ahora me has dejado vivir y ver la luz del sol.
559 Mirándole con torva faz, le dijo Aquileo, el de los pies ligeros: —¡No me irrites más, oh anciano! Dispuesto estoy a entregarte el cadáver de Héctor, pues para ello Zeus envióme como mensajera la madre que me parió, la hija del anciano del mar. Comprendo también, y no se me oculta, que un dios te trajo a las veleras naves de los aqueos; porque ningún mortal, aunque estuviese en la flor de la juventud, se atrevería a venir al ejército, ni entraría sin ser visto por los centinelas, ni quitaría con facilidad la barra que asegura la puerta. Abstente, pues, de exacerbar los dolores de mi corazón; no sea que deje de respetarte, oh anciano, a pesar de que te hallas en mi tienda y eres un suplicante, y viole las ordenes de Zeus.
571 Tales fueron sus palabras. El anciano sintió temor y obedeció el mandato. El Pelida, saltando como un león, salió de la tienda; y no se fue solo, pues le siguieron el héroe Automedonte y Alcimo, que eran los compañeros a quienes más apreciaba después del difunto Patroclo. En seguida desengancharon los caballos y los mulos, introdujeron al heraldo del anciano, haciéndole sentar en una silla, y quitaron del lustroso carro los cuantiosos presentes destinados al rescate de Héctor. Tan solo dejaron dos palios y una túnica bien tejida, para envolver el cadáver antes que Príamo se lo llevase al palacio. Aquileo llamó entonces a los esclavos y les mandó que lavaran y ungieran el cuerpo de Héctor, trasladándolo a otra parte para que Príamo no le advirtiese; no fuera que afligiéndose al ver a su hijo, no pudiese reprimir la cólera en su pecho e irritase el corazón de Aquileo, y éste le matara, quebrantando las órdenes de Zeus. Lavado ya y ungido con aceite, las esclavas lo cubrieron con la túnica y el hermoso palio; después el mismo Aquileo lo levantó y colocó en un lecho, y por fin los compañeros lo subieron al lustroso carro. Y el héroe suspiró y dijo, nombrando a su amigo:
592 —No te enojes conmigo, oh Patroclo, si en el Hades te enteras de que he entregado el cadáver del divino Héctor al padre de este héroe; pues me ha traído un rescate digno, y consagraré a tus manes la parte que te es debida.
596 Habló así el divino Aquileo y volvió a la tienda. Sentóse en la silla labrada que antes ocupara, de espaldas a la pared, frente a Príamo, y hablóle en estos términos:
599 —Tu hijo, oh anciano, rescatado está, como pedías: yace en un lecho, y cuando asome el día podrás verlo y llevártelo. Ahora pensemos en cenar; pues hasta Níobe, la de hermosas trenzas, se acordó de tonar alimento cuando en el palacio murieron sus doce vástagos/.../ cuidemos también nosotros de comer, y más tarde, cuando hayas transportado el hijo a Ilión, podrás hacer llanto sobre el mismo. Y será por ti muy llorado.
621 Dijo el veloz Aquileo, y levantándose, degolló una cándida oveja: sus compañeros la desollaron y prepararon, la descuartizaron con arte; y cogiendo con pinchos los pedazos, los asaron cuidadosamente y los retiraron del fuego. Automedonte repartió pan en hermosas canastillas y Aquileo distribuyó la carne. Ellos alargaron la diestra a los manjares que tenían delante; y cuando hubieron satisfecho el deseo de comer y de beber, Príamo Dardánida admiró la estatura y el aspecto de Aquileo, pues el héroe parecía un dios; y a su vez, Aquileo admiró a Príamo Dardánida, contemplando su noble rostro y escuchando sus palabras. Y cuando se hubieron deleitado, mirándose el uno al otro, el anciano Príamo, semejante a un dios, dijo el primero:
635 —Permite, oh alumno de Zeus, que me acueste y disfrute del dulce sueño. Mis ojos no se han cerrado desde que mi hijo murió a tus manos; pues continuamente gimo y devoro pesares innúmeros, revolcándome por el estiércol en el recinto del patio. Ahora he probado la comida y rociado con el negro vino la garganta, lo que desde entonces no había hecho.
643 Dijo. Aquileo mandó a sus compañeros y a las esclavas que pusieran camas debajo del pórtico, las proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen tapetes encima de ellos y dejasen afelpadas túnicas para abrigarse. Las esclavas salieron de la tienda llevando sendas hachas encendidas; y aderezaron diligentemente dos lechos. Y Aquileo, el de los pies ligeros, dijo en tono burlón a Príamo:
650 —Acuéstate fuera de la tienda, anciano querido; no sea que alguno de los caudillos aqueos venga, como suelen, a consultarme sobre sus proyectos; si alguno de ellos te viera durante la veloz y obscura noche, podría decirlo a Agamemnón, pastor de pueblos, y quizás se diferiría la entrega del cadáver. Mas, ea, habla y dime con sinceridad cuantos días quieres para hacer honras al divino Héctor; y durante este tiempo permaneceré quieto y contendré al ejército.
659 Respondióle el anciano Príamo, semejante a un dios: — Si quieres que yo pueda celebrar los funerales del divino Héctor, obrando como voy a decirte, oh Aquileo, me dejarías complacido. Ya sabes que vivimos encerrados en la ciudad; la leña hay que traerla de lejos, del monte; y los troyanos tienen mucho miedo. Durante nueve días le lloraremos en el palacio, en el décimo le sepultaremos y el pueblo celebrará el banquete fúnebre, en el undécimo erigiremos un túmulo sobre el cadáver y en el duodécimo volveremos a pelear, si necesario fuere.
668 Contestóle el divino Aquileo el de los pies ligeros: — Se hará como dispones, anciano Príamo, y suspenderé el combate durante el tiempo que me pides.
671 Dichas estas palabras, estrechó la diestra del anciano para que no abrigara en su alma temor alguno. El heraldo y Príamo, prudentes ambos, se acostaron en el vestíbulo. Aquileo durmió en el interior de la tienda sólidamente construida, y a su lado descansó Briseida, la de hermosas mejillas.
677 Las demás deidades y los hombres que combaten en carros durmieron toda la noche, vencidos del dulce sueño; pero éste no se apoderó del benéfico Hermes, que meditaba cómo sacaría del recinto de las naves a Príamo sin que lo advirtiesen los sagrados guardianes de las puertas. Y poniéndose encima de la cabeza del rey, así le dijo:
683 —¡Oh anciano! No te preocupa el peligro cuando así duermes en medio de los enemigos, después que Aquileo te ha respetado. Acabas de rescatar a tu hijo, dando muchos presentes; pero los otros hijos que dejaste en Troya tendrían que ofrecer tres veces más para redimirte vivo, si llegasen a descubrirte Agamemnón Atrida y los aqueos todos.
689 Así habló. El anciano sintió temor, y despertó al heraldo. Hermes unció los caballos y los mulos y acto continuo los guió a través del ejército sin que nadie se percatara.
692 Mas, al llegar al vado del voraginoso Janto, río de hermosa corriente que el inmortal Zeus engendró, Hermes se fue al vasto Olimpo. Eos de azafranado velo se esparcía por toda la tierra cuando ellos, gimiendo y lamentándose, guiaban los corceles hacia la ciudad, y les seguían los mulos con el cadáver. Ningún hombre ni mujer de hermosa cintura los vio llegar antes que Casandra, semejante a la dorada Afrodita; pues, subiendo a Pérgamo, distinguió el carro con su padre y el heraldo, pregonero de la ciudad, y vio detrás a Héctor, tendido en un lecho que los mulos conducían. En seguida prorrumpió en sollozos, y fue clamando por toda la población.
704 —Venid a ver a Héctor, troyanos y troyanas, si otras veces os alegrasteis de que volviese vivo del combate; porque era el regocijo de la ciudad y de todo el pueblo.
707 Tal dijo, y ningún hombre ni mujer se quedó dentro de los muros. Todos sintieron intolerable dolor y fueron a encontrar cerca de las puertas al que les traía el cadáver. La esposa querida y la veneranda madre, echándose las primeras sobre el carro de hermosas ruedas y tomando en sus manos la cabeza de Héctor, se arrancaban los cabellos; y la turba las rodeaba llorando. Y hubieran permanecido delante de las puertas todo el día, hasta la puesta del sol, derramando lágrimas por Héctor, si el anciano no les hubiese dicho desde el carro:
716 —Haceos a un lado y dejad que pase con las mulas; y una vez lo haya conducido al palacio, os saciaréis de llanto.
718 Así habló; y ellos, apartándose, dejaron que pasara el carro. Dentro ya del magnífico palacio, pusieron el cadáver en un torneado lecho e hicieron sentar a su alrededor cantores que entonaran el treno; éstos cantaban con voz lastimera, y las mujeres respondían con gemidos. Y en medio de ellas Andrómaca, la de níveos brazos, que sostenía con las manos la cabeza de Héctor, matador de hombres, dio comienzo a las lamentaciones, exclamando:
725 —¡Esposo mío! Saliste de la vida cuando aún eras joven, y me dejas viuda en el palacio. El hijo que nosotros, ¡infelices!, hemos engendrado, es todavía infante y no creo que llegue a la juventud, antes será la ciudad arruinada desde su cumbre. Porque has muerto tú, que eras su defensor, el que la salvaba, el que protegía a las venerables matronas y a los tiernos infantes. Pronto se las llevarán en las cóncavas naves y a mí con ellas. Y tú, hijo mío, o me seguirás y tendrás que ocuparte en viles oficios, trabajando en provecho de un amo cruel; o algún aqueo te cogerá de la mano y te arrojará de lo alto de una torre, ¡muerte horrenda!, irritado porque Héctor le matara el hermano, el padre o el hijo; pues muchos aqueos mordieron la vasta tierra a manos de Héctor. No era blando tu padre en la funesta batalla, y por esto le lloran todos en la ciudad. ¡Oh Héctor! Has causado a tus padres llanto y dolor indecibles, pero a mí me aguardan las penas más graves. Ni siquiera pudiste, antes de morir, tenderme los brazos desde el lecho, ni hacerme saludables advertencias, que hubiera recordado siempre, de noche y de día, con lágrimas en los ojos.
746 Esto dijo llorando, y las mujeres gimieron. Y entre ellas, Hécabe empezó a su vez el funeral lamento:
748 —¡Héctor, el hijo más amado de mi corazón! No puede dudarse de que en vida fueras caro a los dioses, pues no se olvidaron de ti en el trance fatal de tu muerte. Aquileo, el de los pies ligeros, a los demás hijos míos que logró coger, vendiólos al otro lado del mar estéril, en Samos, Imbros o Lemnos, de escarpada costa; a ti, después de arrancarte el alma con el bronce de larga punta, te arrastraba muchas veces en torno del sepulcro de su compañero Patroclo, a quien mataste, mas no por esto resucitó a su amigo. Y ahora yaces en el palacio tan fresco como si acabaras de morir y semejante al que Apolo, el del argénteo arco, mata con sus suaves flechas.
760 Así habló, derramando lágrimas, y excitó en todos vehemente llanto. Y Helena fue la tercera en dar principio al funeral lamento:
762 —¡Héctor, el cuñado más querido de mi corazón! Mi marido, el deiforme Alejandro, me trajo a Troya, ¡ojalá me hubiera muerto antes! y en los veinte años que van transcurridos desde que vine y abandoné la patria, jamás he oído de tu boca una palabra ofensiva o grosera; y si en el palacio me increpaba alguno de los cuñados, de las cuñadas o de las esposas de aquéllos, o la suegra —pues el suegro fue siempre cariñoso como un padre—, contenías su enojo, aquietándolos con tu afabilidad y tus suaves palabras. Con el corazón afligido, lloro a la vez por ti y por mí, desgraciada; que ya no habrá en la vasta Troya quien me sea benévolo ni amigo, pues todos me detestan.
776 Así dijo llorando, y la inmensa muchedumbre prorrumpió en gemidos. Y el anciano Príamo dijo al pueblo:
778 —Ahora, troyanos, traed leña a la ciudad y no temáis ninguna emboscada por parte de los argivos; pues Aquileo, al despedirme en las negras naves, me prometió no causarnos daño hasta que llegue la duodécima aurora.
782 De este modo les habló. Pronto la gente del pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulos, se reunió fuera de la ciudad. Por espacio de nueve días acarrearon abundante leña, y cuando por décima vez apuntó Eos, que trae la luz a los mortales, sacaron, con los ojos preñados de lágrimas, el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira, y le prendieron fuego.
788 Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosados dedos, congregóse el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la llama había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes piedras, amontonaron la tierra y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados, para vigilar si los aqueos, de hermosas grebas, los atacaban. Levantado el túmulo, volviéronse: y reunidos después en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron el espléndido banquete fúnebre.
804 Así celebraron las honras de Héctor, domador de caballos.
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